Por Chano Castaño
Somos mentes desarrolladas en el ámbito de la cooperación y la imitación. Inventar algo desde cero todavía tiene sentido aunque muchos digan que todo ya ha sido escrito y creado de alguna forma. Puede que todas nuestras posibilidades como seres humanos morales, éticos, de naturaleza impredecible e insaciable, hayan sido representadas y explicadas en Shakespeare, el Quijote, en toda la poesía que se ha escrito, en todo el periodismo que ha acompañado a la ilustración y la modernidad. Pero eso no cuenta con el infinito acontecimiento que nutre a un escritor: el cambio de mirada sobre sus obsesiones, la alternación impaciente que le permite rodear con curiosidad y fascinación su objetivo central—que puede no estar muy claro, pues el artista es quien sabe lo que busca al momento de encontrarlo.
La literatura es una metáfora todo el tiempo. Una historia de amor puede ser contada infinitas veces y ser en el fondo la misma, pero la versatilidad, misterio y belleza de los personajes humanos, la poesía del mundo que los rodea y la negrura de su realidad, son elementos que están buscando identificarse con nosotros, descifrarnos a la vez que los figuramos y darnos un poco de la comprensión que no tienen ellos—aunque estén encerrados allí—, de esa metáfora continua que es la literatura.
No vengo a decir cuál escritor tuvo las obsesiones más importantes para la civilización, o quién escribió de tal forma sobre aquel tema del que han escrito parrafadas sin cuartel y del que ya no hay mucho por descubrir. Me importa más incitar a la conciencia sobre la lectura y las posibilidades de encontrar mundos, ideas y mensajes que generan inquietudes profundas en los seres humanos. Leer es liberarse, entretenerse, tranquilizar. También es enloquecer un poco, ser cínico y poco pudoroso. El lector que todavía condena libros es el mismo que no es capaz de comprar un título que le corrompa el alma o le incite al lugar oscuro. Sea el que sea. Todas las lecturas son distintas. Todas las sombras no son la misma luz.
Una inquietud profunda que nace de mi relación con los mundos que recreo e imagino, es el cruce de historias en que se basa la narrativa imparable de la vida cotidiana. La misma en que el narrador de mundos fantásticos encuentra sus respuestas, la misma donde el tejedor de tramas policiacas descubre sus matones y detectives, la misma que es lúcida, cruel, espontánea y siempre nos está develando algo que no está claro, pero que intuimos podemos descubrir cuando somos más conscientes de que somos muchos—muchos pobladores, muchos ciudadanos, muchos terrícolas. Somos tantos o más pero nos creemos uno. Nuestra realidad, su desarrollo tecnológico y material, los acuerdos de finanzas, de academias y centros políticos, así como las compras en la carnicería de la esquina, la caminata en el parque o los tragos sabatinos, están continuamente poniendo ante nosotros decisiones que debemos ir tomando. El tejido que forman esas decisiones es un telar inmenso de consecuencia tras consecuencia en el que podemos encontrar patrones comunes que, más allá de los comportamientos homogéneos, nos develan que la vida que vivimos todos los días, junto con la del resto de seres humanos en el planeta, está construida continuamente por cadenas de acontecimientos atadas a esa toma de decisiones. Un electricista coloca un bombillo en la entrada de un edificio, le pagan en billetes verdes y él sabe en qué gastará ese dinero: su hija debe entrar al colegio y pagará la matricula de una buena institución con esos pesos. Una señora de ese edificio sale un día en la mañana a su trabajo, cuando de repente la bombilla que colocó el electricista—de mala manera, como se ve hasta ahora—le cae en el rostro, le parte la nariz la boca y tiene que ir al hospital, perdiendo un día de trabajo que será descontado de su salario. En el colegio de la hija del electricista, una institución católica de prestigio, una de las profesoras de primaria es amiga de la mujer que ha tenido el accidente con el bombillo. Para ir a ver a su amiga en el hospital, pide un permiso extraordinario y el director docente se lo concede, pero eso si, que no se olvide la invitación a comer en la que él ha insistido tanto. Rumbo al hospital, donde las visitas son permitidas de 1:00 PM a 5:00 PM, la profesora verá un accidente de tránsito donde muere un motociclista. Mientras tanto, en el colegio, después de que termina el recreo, los chiquilines del curso que pertenece a la profesora ausente, entrarán en shock durante quince minutos ausentes de autoridad, y un niño, víctima del paroxismo y frenesí del caos infantil, se tirará desde el escritorio de la profesora a volar con las consecuencias propias de todo Superboy estrellado en la baldosa. Acontecimientos de gran impacto se mezclan siempre con hechos mínimos; la soledad de algunos es su consecuencia en comunidad, así como la sociabilidad de otros tiene una consecuencia en su soledad.
La vida del hombre es un aparato de consecuencia continua de sus propias decisiones—y de las de otros, unos que desconocemos hasta el grado del anonimato absoluto. Individuos que hacen cosas que tienen un resultado que a su vez se cruza en nuestra vida, donde se combina con nuestra acción, con nuestra opinión, con nuestra idea, con nuestra palabra, con nuestra decisión. El resultado es otra consecuencia que pasará por la vida de uno y de otro y de otro.
Infinitamente el círculo que cruza nuestras vidas sobre la decisión y sus consecuencias, está formado por hechos que empiezan con una forma y terminan con otra, distorsionados por el manoseo de la vida de tantos. Pensar en estas cadenas infinitas con libertad imaginaria no solo nos devela un plano de la experiencia literaria, sino que demuestra que el hombre está conectado con todos los hombres. Una secreta telepatía conecta a todo el universo humano. Encender aquella capacidad, controlarla y expandir nuestra conciencia de entendimiento de la vida, es un deber ecológico, vital y científico que el hombre del siglo XXI tiene que realizar y exponer ante todos los pueblos de la Tierra.
Un gran artículo. Muy bueno, felicidades!
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