martes, 5 de junio de 2012

El laberinto de la consecuencia

   

   Por Chano Castaño   

   Somos mentes desarrolladas en el ámbito de la cooperación y la imitación. Inventar algo desde cero todavía tiene sentido aunque muchos digan que todo ya ha sido escrito y creado de alguna forma. Puede que todas nuestras posibilidades como seres humanos morales, éticos, de naturaleza impredecible e insaciable, hayan sido representadas y explicadas en Shakespeare, el Quijote, en toda la poesía que se ha escrito, en todo el periodismo que ha acompañado a la ilustración y la modernidad. Pero eso no cuenta con el infinito acontecimiento que nutre a un escritor: el cambio de mirada sobre sus obsesiones, la alternación impaciente que le permite rodear con curiosidad y fascinación su objetivo central—que puede no estar muy claro, pues el artista es quien sabe lo que busca al momento de encontrarlo. 
   La literatura es una metáfora todo el tiempo. Una historia de amor puede ser contada infinitas veces y ser en el fondo la misma, pero la versatilidad, misterio y belleza de los personajes humanos, la poesía del mundo que los rodea y la negrura de su realidad, son elementos que están buscando identificarse con nosotros, descifrarnos a la vez que los figuramos y darnos un poco de la comprensión que no tienen ellos—aunque estén encerrados allí—, de esa metáfora continua que es la literatura. 
   No vengo a decir cuál escritor tuvo las obsesiones más importantes para la civilización, o quién escribió de tal forma sobre aquel tema del que han escrito parrafadas sin cuartel y del que ya no hay mucho por descubrir. Me importa más incitar a la conciencia sobre la lectura y las posibilidades de encontrar mundos, ideas y mensajes que generan inquietudes profundas en los seres humanos. Leer es liberarse, entretenerse, tranquilizar. También es enloquecer un poco, ser cínico y poco pudoroso. El lector que todavía condena libros es el mismo que no es capaz de comprar un título que le corrompa el alma o le incite al lugar oscuro. Sea el que sea. Todas las lecturas son distintas. Todas las sombras no son la misma luz. 
   Una inquietud profunda que nace de mi relación con los mundos que recreo e imagino, es el cruce de historias en que se basa la narrativa imparable de la vida cotidiana. La misma en que el narrador de mundos fantásticos encuentra sus respuestas, la misma donde el tejedor de tramas policiacas descubre sus matones y detectives, la misma que es lúcida, cruel, espontánea y siempre nos está develando algo que no está claro, pero que intuimos podemos descubrir  cuando somos más conscientes de que somos muchos—muchos pobladores, muchos ciudadanos, muchos terrícolas. Somos tantos o más pero nos creemos uno. Nuestra realidad, su desarrollo tecnológico y material, los acuerdos de finanzas, de academias y centros políticos, así como las compras en la carnicería de la esquina, la caminata en el parque o los tragos sabatinos, están continuamente poniendo ante nosotros decisiones que debemos ir tomando. El tejido que forman esas decisiones es un telar inmenso de consecuencia tras consecuencia en el que podemos encontrar patrones comunes que, más allá de los comportamientos homogéneos, nos develan que la vida que vivimos todos los días, junto con la del resto de seres humanos en el planeta, está construida continuamente por cadenas de acontecimientos atadas a esa toma de decisiones. Un electricista coloca un bombillo en la entrada de un edificio, le pagan en billetes verdes y él sabe en qué gastará ese dinero: su hija debe entrar al colegio y pagará la matricula de una buena institución con esos pesos. Una señora de ese edificio sale un día en la mañana a su trabajo, cuando de repente la bombilla que colocó el electricista—de mala manera, como se ve hasta ahora—le cae en el rostro, le parte la nariz la boca y tiene que ir al hospital, perdiendo un día de trabajo que será descontado de su salario. En el colegio de la hija del electricista, una institución católica de prestigio, una de las profesoras de primaria es amiga de la mujer que ha tenido el accidente con el bombillo. Para ir a ver a su amiga en el hospital, pide un permiso extraordinario y el director docente se lo concede, pero eso si, que no se olvide la invitación a comer en la que él ha insistido tanto. Rumbo al hospital, donde las visitas son permitidas de 1:00 PM a 5:00 PM, la profesora verá un accidente de tránsito donde muere un motociclista. Mientras tanto, en el colegio, después de que termina el recreo, los chiquilines del curso que pertenece a la profesora ausente, entrarán en shock durante quince minutos ausentes de autoridad, y un niño, víctima del paroxismo y frenesí del caos infantil, se tirará desde el escritorio de la profesora a volar con las consecuencias propias de todo Superboy estrellado en la baldosa. Acontecimientos de gran impacto se mezclan siempre con hechos mínimos; la soledad de algunos es su consecuencia en comunidad, así como la sociabilidad de otros tiene una consecuencia en su soledad.  
La vida del hombre es un aparato de consecuencia continua de sus propias decisiones—y de las de otros, unos que desconocemos hasta el grado del anonimato absoluto. Individuos que hacen cosas que tienen un resultado que a su vez se cruza en nuestra vida, donde se combina con nuestra acción, con nuestra opinión, con nuestra idea, con nuestra palabra, con nuestra decisión. El resultado es otra consecuencia que pasará por la vida de uno y de otro y de otro. 
   Infinitamente el círculo que cruza nuestras vidas sobre la decisión y sus consecuencias, está formado por hechos que empiezan con una forma y terminan con otra, distorsionados por el manoseo de la vida de tantos. Pensar en estas cadenas infinitas con libertad imaginaria no solo nos devela un plano de la experiencia literaria, sino que demuestra que el hombre está conectado con todos los hombres. Una secreta telepatía conecta a todo el universo humano. Encender aquella capacidad, controlarla y expandir nuestra conciencia de entendimiento de la vida, es un deber ecológico, vital y científico que el hombre del siglo XXI tiene que realizar y exponer ante todos los pueblos de la Tierra. 

viernes, 1 de junio de 2012

El lector como dinamizador de conciencia social (III)





Por Chano Castaño


   El analfabetismo es un tema serio en Colombia. Que lo afrontan de manera folclórica es otra cosa. Los índices van y vienen, las cifras nos dan esperanzas y abatimientos. Además, existe una percepción del problema muy parcializada. La sociedad--ciudadanos y espectadores-- suele ver en los ancianos, adultos y niños analfabetas un asunto de no ir a la escuela. Ese es el asunto, la gente que no fue o no va al colegio está condenada a ser analfabeta por toda la vida. Miren los sociólogos cómo lo solucionan, los psicólogos sociales, los comunicadores, los políticos. El problema no es de plata ni de espacio, peor aun: es un problema de lectura.
   El analfabetismo no solo demuestra que la gente no va a la escuela, sino que las prácticas de lectura y escritura en los contextos sociales se ven truncadas y menguadas, no alcanzan para cambiar actitudes hoscas de adultos que alejan a los niños de la escuela o para influenciar a los jóvenes a que lean y escriban en vez de asaltar o soplar. Tal vez a la sociedad le interesa mucho que se lea y se escriba para entender formularios y no para ser libre. Importa es percibir que el analfabetismo es una palabra que tiene un trasfondo oscuro donde los que no sabemos lo que pasa somos los que leemos. Un problema social que tiene sombras y cuevas donde apenas ha ingresado la investigación académica, pero que va más allá de no saber garabatear las letras en un recibo. Como siempre en Colombia este tipo de problemas tienen un millar de culpables y una razón para no cambiar. 
   La conciencia social es originada por la experiencia participativa que tiene el ser humano. William Ospina decía en su ensayo Lo que le falta a Colombia, que en este país nunca nos hemos reconocido en el otro, y no por una cuestión de belicosos regionalismos, sino porque somos los "herederos y perpetuadores de una antigua maldición, en el país de los odios heredados y de las pedagogías de la ignorancia y el resentimiento". No hemos reconocido las rutas culturales para educar a un pueblo particular como el que nos vio nacer. Antes de comprender al otro nos burlamos de sus carencias o de sus bondades, nuestros líderes antes de pensar en las poblaciones que sufrirán los estragos de su corrupción firman el documento indebido, nuestros empresarios antes de pensar en el bienestar de su empresa agrícola y sus empleados prefieren financiar paramilitares, los curas antes de pensar en las mujeres salen a predicar que su cuerpo no es de ellas, sino de Dios. Ignoramos que si no enlazamos nuestras raíces como una ciudadanía plural jamás extinguiremos el analfabetismo y otros males más funestos todavía. Tenemos que conocernos, que tocarnos, que leernos. Participar de los proyectos, de los problemas y las necesidades de los pueblos que conforman nuestro país, el territorio de nuestro español mestizo, bastardo, versátil y fascinante, es un asunto que nos concierne por el hecho de que la conciencia social en Colombia debe ser fortalecida y la única forma de hacerlo es trabajando juntos. 
   Y no quiero que se piense que soy víctima del paroxismo patriótico propio de ciertos crápulas de corbata. No estoy abogando por que Colombia es Colombia y sale pa pintura. No. Es le hecho de que si nos constituimos como una sociedad en busca de un porvenir mejor debemos actuar en consecuencia y trabajar por ello. Entre todos debemos aprender a leernos, percibiendo los capítulos de nuestra propia historia sangrienta y fanática, como un pasado que enseña la transigencia y el respeto, así como los momentos gloriosos, llenos de esfuerzo y felicidad, nos muestran que no estamos hechos para fracasar y entregarnos como sociedad.