miércoles, 23 de mayo de 2012

¿No importa el nombre?



Por Chano Castaño 

   
   Nacemos para ser nombrados. Confabulan en el primer instante de nuestra vida dos y más palabras para legarnos una herencia simbólica que la mayoría de las veces corresponde a un retazo de memoria. Un retazo mal habido, construido por lo que espoliamos y no decimos, zurcido con pelambres delicados que pueden perderse fácil. Un nombre es como nos llamen en un lugar. Apodo. Mote. Remoquete. Alias. Apelativo. Cualquiera es un nombre. 
Uno puede no tener cédula en esta Tierra. Poseerla es un pacto con el sistema que nos organiza en sus cifras y nos mueve de un lado a otro como seres digitales. Es más aterrador saber que alguien no tiene nombre. Casi siempre ese comentario sonaría como un chiste pero no lo es. Nunca hemos conocido alguien que no tenga un nombre. No existe. 
Ese es un pacto diferente, uno con la lengua que está inmersa en nuestra vida a través de palabras de las cuales la vida no puede escapar, como un nombre (o un insulto). En la memoria de los pueblos, en los nombres que poseen las mujeres, los niños y los ancianos está un legado de representaciones que los explica y los cuenta. Esos relatos ocultos tras muchos nombres, apellidos y apodos también desaparecen en las tinieblas que ocultan lo superficial. En un país como Colombia donde la memoria es irascible y recuerda solo el rencor y la agonía, dejando muchas veces al lado la poético y fascinante de los pueblos, es bueno que se volcara esa mirada sobre aquellos aspectos, los que demuestran porque las familias, las minorías y otros grupos se nombran como se llaman y se dicen como se sienten. 
Poseer un nombre es tener una raíz que nos ata a un lugar más lejano que el propio. Somos una civilización que se reconoce en la palabra, que entrega poder en la palabra y se representa y explica constantemente en ella. Llámese como se llame, querido lector, sepa que su nombre es propiedad del tiempo pasado que se abisma a su espalda. Su nombre no es suyo ni del que lo tenga en cualquier momento. Su nombre es lo que precisamente usted desconoce de cómo se llama. 
Latina, germánica, oriental, hindú. Todo nombre es una historia y todas las civilizaciones lo saben. No sabemos si lo primero que nombramos fuimos nosotros mismos. Tal vez ya no valga la pena saber si fue así. Nuestras fuerzas hace mucho tiempo se desgastan en perseguir la historia de nombres, la fama de nombres, la locura de nombres, la sabiduría de nombres. Nombres de hombres. Nombres de fundadores, de pioneras, de artistas, de presidentes, de cantantes, de escritoras, de vecinos. Nadie sabe para quién trabaja con ese nombre. Sobretodo si todo el mundo lo tiene. Andrés trae tres. Pero el cuarto es el más misterioso: el que no se llama Andrés. Se llama…

1 comentario:

  1. Nombrar y nombrar, nombres. Me recuerda lo siguiente:

    “En el Génesis, la primera instrucción de Yahweh a Adán no es algo práctico tal como hacer un fuego o modelar un arma. Él le enseña al primer hombre a nombrar todas sus criaturas. Mediante este acto, Yahweh enfatiza que el nombrar es el más potente de los poderes que conferirá a los mortales. A través del nombrar, Adán obtiene dominio sobre toda la tierra. El nombrar confiere sentido y orden. Nombrar es conocer. Conocer es controlar”. [Leonard Shlain, The Alphabet vs the Goddess]

    Nos leemos.

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