miércoles, 29 de agosto de 2012

La República de Ripamar

Por Chano Castaño



   Rua Tonelero 210, casa número 17. Desesechi. El gringo mira su teléfono celular de inteligencia superior a los mapas impresos del pasado. Él mismo es un explorador de un tiempo que ya pasó, donde un pesquero caqui y unas bermudas abajo de la rodilla delatarían al aventurero avezado (o amateur) a los ojos de cualquier nativo (o de cualquier ladrón). Busca la República de Ripamar. Una residencia estudiantil donde vivirá mientras escribe su crónica sobre las torcidas de Rio de Janeiro, la violencia juvenil que las corrompe, los problemas sociales camuflados tras esas conflagraciones de barristas y todas las esquirlas que pueda encontrar en el camino. Datos son datos y a Joe Ballack, periodista veterano e internacional, después de los cuarenta le guta comer caviar y escribir menos con la sangre.
   Antes de venir para la República habló por teléfono con Ripamar. Una voz de mariposo caribeño en un dulce portugués le dio las indicaciones del lugar, el precio de la habitación y se autorrecomendó como uno de los mejores para hospedarse en la zona sur de Rio, pues en los otros, según la afeminada y acentuada voz, encontraría estudiantes procaces, homosexuales de índole masoquista que le darían confianza para después atacar, mujeres de vida pasajera y sin rumbo que romperían sus bolsillos y turistas desprevenidos que podrían hacer su vida imposible, ya fuera haciendo estruendo mientras follaban o cantando músicas nativas de sus países hasta la madrugada. Ninguna de las razones de Ripamar fue muy convincente para Joe, por el contrario, lo llenaron de una expectativa y una ansiedad por vivir ese tipo de experiencias que prefirió tomarse unos días antes de darle un sí por repuesta. El tiempo pasó veloz y a la semana Joe llamó a Ripamar y le dijo que ocuparía el cuarto junto a los estudiantes brasileños. 
   Rua Tonelero 210. Joe reposa su maleta de mochilero en el andén, timbra y una mujer obesa de pelo amoñado como un luchador de zumo y con un largo vestido de flores le da la bienvenida. Su nombre es María, pero le debe decir doña María porque es la matrona de la República. Subiendo las escaleras al segundo piso, le cuenta su historia en frases construídas en un portugués estrellado en la lengua. A finales de los sesenta mantuvo una relación estrecha con el generalato que dirigía el dictador Humberto Branco, pues cocinó en su palacio exquisitas delicias al tiempo que fue testigo de horrores de los que nunca habló. En agradecimiento, un militar muy cercano a la familia de Branco le dio esta casa de tres pisos, con terraza en el techo y aposentos para más de veinte personas. Desde entonces doña María hizo lo posible por sobrevivir hasta que después del fin de la dictadura, los turistas invadieron Rio de Janeiro y ella convirtió su morada en un lugar para hospedar extranjeros de toda índole. Al finalizar la escalera y llegar a una sala donde hay un sofá y dos poltronas, le dice a Joe con algo de picardía: "ahora estamos en el tiempo de los estudiantes, de los que vienen a estudiar el Brasil. En verdad no sé por qué lo hacen, se lo digo porque usted no es uno de ellos y puedo hablarle con la sinceridad del caso, pero este país es una mierda, está lleno de prostitutas, delincuentes, ladrones, sidosos, maricones sin moral, puros filhos da puta. No piense en quedarse, perderá su tiempo. Ya me gustaría a mí vivir en un país como el suyo, los Estados Unidos, donde todo el mundo es buena persona y no tiene problemas con nadie." 
   En el cuarto hay dos camarotes. Las sábanas de las camas y las fundas de las almohadas tienen flores de punta a punta. Los armarios son de los cincuenta, viejos, con olor a naftalina. Hay un ventilador de techo de tres aspas, un televisor de veinte pulgadas y una ventana que da a la Rua Tonelero que casi siempre está abierta de par en par por el calor. En el camarote de la izquierda en la cama de abajo, está recostado Jorginho, un rapaz silencioso que le da miradas a Joe de pies a cabeza. De seguro esperaba alguien joven también, no un veterano con cara de turista americano que no tiene donde gastar su dinero. Se presentan escuetamente y Joe acomoda sus ropas en el armario con asco y finura, buscando esconder sus verdaderos sentimientos. Luego sale a caminar por Copacabana y toma apuntes en tres lugares distintos; en un café que también es restaurante de comida rápida y fica en la Avenida Sisqueiro Campos; en un quiosco de la playa que tiene por nombre la marca de una cerveza llamada SQKL 360 e invita a la deseperación con sus mesas amarillas, sus sillas amarillas, sus meseros en ropas amarillas; y en una tienda donde venden bebidas, bizcochos y pasteles para pensionados y caminantes con sed. Al volver a la República es recibido por Ripamar, ahora si en persona. En un moreno con el marco de las gafas oscuras marcadas en el rostro, viste camiseta sisa y bermudas de motivos tropicales, tiene el pelo bajo como un césped y es canoso, sus dedos son muy cortos y sonríe al comienzo y final de cada frase que pronuncia. A diferencia de doña María, habla muy bien de Rio de Janeiro y del Brasil, acompaña a Joe al cuarto y al entrar, percibe que la cama de abajo del otro camarote también está ocupada. El rapaz se presenta como Edipo, José Edipo, y de inmediato Joe hace un chiste con la historia del Rey griego que asesina a su madre. Luego el tiempo pasa rápido dentro de la habitación, él y sus compañeros tienen la cabeza en sus computadoras portátiles y en la noche el sueño los envuelve sin dificultad. 




    II



   Joe Ballack escribe su crónica sobre la violencia de los torcedores del fútbol carioca y entrevista en el campo de entrenamiento del Botafogo a un veterano que lleva más de quince años detrás de su equipo. Bebiendo un Guaravitón recargado con taurina, Jorginho Plaza le cuenta la muerte de su hijo a manos de los hinchas del Vasco de Gama hace dos años. Pide justicia entre líneas y cree que Joe, siendo americano, originario de un país con justicia, podrá colaborar con el esclarecimiento del crímen. Según Plaza, todo ocurrió en la noche de un domingo catorce de Febrero en que se disputaba un clásico en Rio de Janeiro: Botafogo y Vasco estaban cerca de ganar el campeonato y los puntos en disputa eran de importancia vital. Botafogo se impuso con dos goles del talentoso Negrinho proveniente de Rio Grande do Sul, y al que apodaban así por creerlo una especie de ser fantástico emergido de las profundidades, destinado a llevar a la fama y al éxito al onceno de la estrella blanca. El hijo de Jorginho Plaza continuó la fiesta de la victoria en un bar con sus amigos de siempre, bebiendo Brahma y fumando Derby, escupiendo en el andén, besando el escudo de la camiseta y cantando versos a pulmón tendido junto a las voces del resto de torcedores. En eso, una moto con dos tipos se acercó al bar, el que venía atrás miró para todos lados, miró a los muchachos que entonaban coros futboleros brindando, y descargó una ráfaga de tiros para luego escapar dejando una estela de humo. Todos heridos y un muerto. Abelardo Plaza, 17 años. Desesechi anos. Cuatro balas en los pulmones, una atravesó su corazón.
 




     III


   Joe Ballack regresa a la República de Ripamar y encuentra a todo mundo de fiesta. Los jóvenes y moças se perfumaron, cambiaron de ropas y quedaron sonrientes para el cumpleaños de una de las chicas que moraba en el primer piso, Claudia, de cabello rubio y con los dientes de adelante desportillados. El cronista americano recibe una cerveza y la bebe de un solo sorbo, con la sed de los blancos que exploran las selvas del trópico, y pide otra llamando la atención de los sobrios estudiantes universitarios que lo rodean. Cantan alrededor del pastel, brindan, luego hay música y cháchara, a Joe una brasileña lo saca a bailar intensamente canciones de forró y al final sus pies de adulto sedentario le piden descanso. Pero solo toma asiento y observa lo que acontece a su alrededor: la gente va y viene por toda la República, gritan de arriba, fuman abajo, ríen en el patio del segundo piso. Es una crispación colectiva que lo intimida de tal forma que prefiere volver a su habitación y tomar una siesta.
   Cuando cruza la zona del lavadero, entre la oscuridad del único lugar que no tiene más de tres personas reunidas con cerveza en mano, escucha unos gemidos ligeros y suaves y entre la oscuridad descifra un movimiento que no ve claro. Se acerca silencioso y a pocos metros escucha una voz que le advierte que se aleje: "cai fora, cai fora, gringo, você não tem que estar aqui", pero como Joe no entiende una puntilla de portugués, sigue avanzando y prende la luz para ver desnudos y arrumados uno detrás del otro a dos jóvenes que duermen en la habitación adjunta a la suya. Los vio esta tarde de salida pero jamás imaginó que fueran homosexuales. Apagó la luz con afán pero ya era demasiado tarde, los chicos lo rodearon y empezaron a frotarse en sus ropas. El olor a mierda era insoportable y uno de ellos, el que enculaba al otro en el acto, le untó de caca su pantalón de reportero blanco, americano, proveniente del país justo. Empezaron a jalarle la ropa y Joe intentó escapar sin éxito. Estaba paralizado por completo y con una erección que no sabía de dónde provenía. Fue entonces que al fondo la voz de doña María se acercaba por las escaleras que desembocaban a la sala que tenían al lado y entre la oscuridad los morenos sátiros emprendieron la huída. Cuando doña María lo encontró así, quieto, con marcas de haber sido acosado aunque solo fuera superficialmente, lo llevó hasta el baño y le trajo nuevas ropas.
   Al salir del baño, doña María le alcanzó uno tapa oídos a Joe. ¿Para qué son?, pregunta el reportero de manera ingenua. La matrona le dice que en las noches de fiesta la República se torna demoniaca y pecaminosa y que si el no está dispuesto a participar, así como ella, es mejor que resguarde el sueño aislado de los gritos y exclamaciones gemibundas que llenarán el lugar hasta la madrugada. A Joe lo recorre un vacío del ombligo al pescuezo. Se da cuenta que donde está viviendo es una cueva de maricones que lo buscarán el día que tengan hambre de veterano, de carne flácida y chupada. No teme. Sabe que a la habitación no pueden entrar a hacer de las suyas. Abre la puerta y percibe que hay alguien nuevo: un cuerpo delgado y cruzado de piernas reposa en la cama de arriba del camarote izquierdo, un rostro de barba negra y cejas árabes. El tipo se presenta, es un joven escritor colombiano, corresponsal de un periódico que, por lo que sabe Joe--y sabe mucho de periodismo--, es de tinte sensacionalista, de mostrar fotos con sangre y de contar todo al estilo más grotesco. Intercambian palabras básicas pero acuerdan no salir del cuarto para evitar accidentes en las posaderas. Ríen del chiste pero no muy duro, no sea que piensen que se andan tirando entre sábanas ajenas. Luego apagan la luz y cada uno a dormir, pero cuando Joe se está subiendo a su cama, mira el escritorio pequeño que hay entre los camarotes y ve una agenda abierta con palabras escritas en español. El no sabe el idioma de Cervantes, pero a leguas reconoce un nombre que le es muy familiar: Joe Ballack. Él mismo. Su nombre puesto en la agenda oscura de un colombiano magro al que acaba de estrechar la mano.


   

1 comentario:

  1. letras cuidadosamente escogidas para un relato grotesco y poético, con descargas viscerales y detalles sensibles.

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