Por Chano Castaño
Cuando se está a punto de acabar de leer una novela se siente un reposo o una ansiedad extrañas, muy similares al descanso del alma después de salir de una situación placentera o violenta. Las novelas suelen tener su final antes, mucho antes, del último capÃtulo. Casi todos los escritores maestrales solucionan todo previamente, luego ponen el último fraseo que remata el tejido del texto. Los lectores, receptores solitarios de la obra, acompañan emocionalmente esos cierres, y cuando se va la última página, las angustias, melancolÃas, alegrÃas y desesperaciones ya están apaciguadas. Pocos finales me han hecho sentir algo hasta el último punto. Cien Años de Soledad ha sido la única que me hizo sentir el final hasta el último punto, pero prefiero la simbologÃa del final abstracto de Los Detectives Salvajes, el cual dice mucho y dice nada, pero crea un vacÃo inmenso en el lector, tal vez el mismo abismo que tuvo Ulises Lima cuando descubrió lo que significaba su poetiza favorita en México.
Traigo esta reflexión a fondo porque cada vez siento más que la vida es tan literaria que los finales súbitos se parecen a los cuentos, cosas como una muerte inesperada, una traición amorosa descubierta sin querer, el despido arbitrario que no coincide con el trabajo que se hace. Una situación de esas lo deja a uno como el cuento de La noche bocarriba de Cortázar o El inmortal de Borges, donde al acabar el relato hay una sensación de entusiasmo que sobrepasa el tiempo que cabe en cada mente, o una sensación de ansiedad y desespero tan fuerte que parece que hubiéramos caÃdo con el punto final.
Con las novelas es distinto. Es un final de ancianos. Una muerte natural, por decirlo asÃ. Ya lo mejor pasó, las mejores reflexiones quedaron atrás y solo queda el lugar para el reposo, para la tranquilidad. Bolaño solÃa decir que la literatura que más le gustaba era la que le diera tranquilidad, pero sus libros--no sus finales--están llenos de sensaciones antÃpodas a la tranquilidad: amenaza, muerte, destrucción, apocalÃpsis.
La vida, en conclusión, sabe asimilar cuando una situación haya finalizado, asà en la vida real no sucedan todavÃa los hechos finales. Si hemos sentido el final de muchos personajes y de muchas historias, esa sensación se nos vuelve una forma de sabidurÃa, y sin darnos cuenta aprendemos a saber cuando algo empieza a termianarse o cuando algo ha desaparecido por completo de nuestras vidas. Muchas veces es una idea súbita, que no da chance de mirarla desde todos sus ángulos. Igual que un final de literatura, que solo tiene una versión posible en su última página. De seguro por ese motivo, es un clicé decir que lo más difÃcil de escribir de una novela, es su final. Es mentira. Cuando uno llega al final, siente la carga del mundo que hay en las páginas que lo anteceden, y las palabras fluyen con más contundencia y conocimiento de la trama, de los personajes, de sus ecos y sus hechos. Por eso prefiero llegar a viejo que morir como Andrés Caicedo, de repente como un cuento trozado en su punto caliente. De seguro en la vejez hay algo de esos particulares finales en que parece comprenderse todo. Una sensación de sabidurÃa infinita, de esa que no viene con las palabras, sino con la experiencia que da toda una vida en el camino.
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