jueves, 26 de enero de 2012

La apariencia del escribir

Por Chano Castaño

   
   Recuerdo una frase de Vicente Aleixandre que decía: "escribo para todos, pero sobretodo escribo para los que no me leen."
   El poeta español miente. Nadie escribe para que no lo lean. 
  El único ser sobre el planeta que posee la facultad para configurar mensajes con signos es el ser humano. En la escritura la civilización ha memorizado sus reflexiones más profundas, dejando en inmensas bibliotecas el testimonio de la barbarie, la oscuridad y el renacimiento; entregando páginas llenas de poemas que exaltan las lenguas y dando espacio a narraciones que cambian la cultura. Hay que recordar que un caballero que veía gigantes en los inmensos sembrados de trigo de España, transformó la manera en que sentía occidente, así como un hombre que se perdió en el mar por culpa de los dioses, nos dio a entender que el mundo siempre sería una aventura. 
   Escribir es un ritual extraño, sitiado por la curiosidad y la saturación, envuelto en un maremágnum de información prostituida, falsa, travestida, llena de errores y mentiras. Quienes escriben para hacer programas de televisión, películas, radionovelas, frases publicitarias, discursos de políticos, cartas empresariales, diarios de viaje o ensayos, saben que leer es lo que más motiva a escribir. Pero encima de leer, está vivir. Si un escritor no vive, su imaginación no le puede entregar lo que busca a manos llenas. Tendrá que buscarlo en otros libros, abrir puertas que jamás hayan sido tocadas por su curiosidad. Ahora con tanta distracción y datos ínfimos que nada aportan a la complejidad de nuestro mundo, es más difícil escribir, aunque las herramientas sean las mejores para hacerlo.
   La escritura ahora es un negocio, como todo, y eso no tiene nada de malo. El mundo audiovisual tiene un trasfondo escrito que lo simplifica. La novela es un género en el que parece caber todo. Los periódicos hacen lo que pueden, pero es un juego político en el que entran queriendo y odiando la cosa, finalmente cobrando y peleando los pulsos necesarios de su negocio. Las revistas por ecología tienden a desparecer. Nadie quiere contaminar más ni malgastar papel. Se vienen los enchufes en todas partes, las pantallas de cristal en vez de agendas y cuadernos, una multiplicidad de medios para intercambiar información y entre todo eso, la escritura tiene su papel de siempre: llamar a la imaginación, a la inteligencia particular de cada mente. Y tiene la misión de tranformarse, de hacerse más entretenida entre la cantidad inumerable de ofertas.
   Escribiendo una persona puede encontrar una manera de entrar a donde su conciencia no se lo permite de manera regular. Perderse entre las letras puede ser una acción hostigante y aburrida para muchos, pero en otros el efecto es distinto, es una expansión emocional y mental que se logra en los laberintos de las lecturas y el esfuerzo imaginativo de crear un mundo en el ensueño. 
   Precisamente es allí donde quiero dirigir mi reflexión.
   Una persona piensa todos los días. Piensa en su idioma, algunos en más de tres. Cuando eso sucede, escribimos en nuestra mente sobre un papel hecho de neuronas. Recordamos algunas cosas que pensamos. Con algunas reímos, nos sentimos mal, nos criticamos y nos reverenciamos. No importa que esos pensamientos no salgan nunca al papel. Lo importante aquí es ver cuáles son las palabras que emergen desde el alma para pensar el mundo que nos rodea. Yo diría que a todos nos salen palabras impertinentes y ociosas, groseras e inteligentes, malpensadas y tontas. Más allá de saber exactamente cuáles son las que sirven y las que no, lo que es importante en verdad es ampliar nuestro conocimiento del mundo y así poder evocarlo con las palabras, pensarlo, recordarlo, acariciarlo con nombres precisos y descripciones llenas de experiencia, emoción y detalle. Nuestra inteligencia está diseñada para contruir mensajes que enseñen a los demás las experiencias que vivimos y que terminan por engrandecernos, echarnos a perder o dejarnos ahí, en el baile de salón, en la mitad de lo que nadie ve, donde no te casaran porque hay demasiados como tú. 
   Digo entonces que como todos escribimos todos los días en nuestras mentes, podría afirmarse también que al realizar el acto de escribir, ya sea a mano, con el portatil o en un celular, solo enviamos los mensajes que nuestro conciente está dispuesto a entregar. Los escritores buscan que en cada capítulo, en cada párrafo, en cada frase, esté escondido el artilugio de su estilo. No es fácil lograrlo, muchos mueren de hambre, cambian de profesión, se vuelven profesores de universidad o entran al periodismo. Toda la vida se la pasan copiando lo que otros han hecho hasta que les llega el momento de entregar algo con su propio sello. Y no pueden, se quejan, se cagan en los pantalones. Qué mentira esa, como si labrar un camino, con copias o sin ellas, como escritor, no fuera algo difícil, que puede ayudarse de los contactos, del talento desmedido y de los lectores que buscan escritores de culto en todas las esquinas, pero que finalmente es un oficio solitario y exige rigor, mucha pasión y paciencia. Toneladas de paciencia. 
   Aparentamos que escribimos. Nos da prestigio en plena era digital del siglo XXI que escribamos en blogs, en alguna página de internet, y que lo hagamos con calidad es lo que se nos exige. Pero la verdad es que nadie escribe. Son pocos los que intentan inventar un párrafo y le dedican a ellos toda una tarde. Siempre he creído que los que sacrifican así sus días serán unos viejos desgraciados, podridos en tinta y en tragedias. Pero a la gente eso parece valerle de poco. Nos importa mucho lo que escriban los demás, no la vida escribible que cada uno posee.


   
   
   
     



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