jueves, 16 de febrero de 2012

El Cuarteto de Alejandría y la ambición de Durrell

Por Chano Castaño


   I
   
   Hace un año y medio empecé a leer el Cuarteto de Alejandría. Tal vez unos meses de más o un año de más. No lo recuerdo con mucha claridad. 
   Eso sí, no se me olvidará que una tarde en la casa de Irene, frente a a la Clínica Palermo, le escuché hablar de Justine, un libro que le había recomendado el poeta Denis, un sujeto con el que mantenía contacto esporádico por ese tiempo. Denis es autor de La arquitectura del agua, y es un poeta bueno aunque tiene fama de mendigar dinero a los editores en lanzamientos de libros y de cruzar sus oficinas con aliento etílico. De cómo se conoció Irene con Denis, no lo sé. Por ahora me interesa Justine y su gran escape de mis manos. Duré más de dos años consiguiendo un ejemplar, y me llegó por fortuna. 


   Entré a una feria del libro en Bogotá y anduve entre editoriales independientes, autores clásicos y económicos, y una que otra excentricidad permitida por la curiosidad. De frente, sin darme cuenta, me encontré a mitad de precio Justine y Balthazar, las dos primeras partes del Cuarteto de Alejandría. Los compré de inmediato y esa noche empecé a leer el primer tomo. Lo primero que me sucedió fue que recordé a Irene y las tardes que pasábamos en su terraza, fumando narguila y hablando de Alejandría, de Egipto, de la Ciudadélika, de Kavafis, de lo poderosa y fuerte que era la emoción literaria en nuestra mente. Esos momentos me los evocó el título, Justine, y el olor de sus páginas, un olor seco, sin pronunciaciones, sin matices, algo simple como un desierto llano. 
   La lectura estuvo permeada por lo mágico y lo misterioso desde un principio. Aurora Bernárdez era la traductora de los dos libros, también era la esposa de Cortázar, ese argentino que escribía metiendo hilos en las páginas, tejiendo laberintos y juegos sin solución. Pensé que algo de amoroso y sexual tenía esa traducción con el amor de Bernárdez y Cortázar. El Cuarteto de Alejandría fue publicado entre 1955 y 1960. El autor de Rayuela y la famosa traductora se casaron en 1953, mucho antes de que la obra de Lawrence Durrell viera la luz, pero rompieron en 1967, tiempo suficiente para leer el Cuarteto de Alejandría en inglés o francés y procesar su impacto en sus expresiones amorosas. ¿Se imaginan a Julio Cortázar desnudo, algo ebrio de vino, con un cigarro en la mano y en la otra sosteniendo un ejemplar de Justine, declamando fraseos espontáneos de esta fascinante obra, frente al cuerpo a medio tapar por las sábanas de Aurora Bernárdez?
   Como sea, leí Justine y Balthazar. Quedé conmocionado por la obra, algo había en ella que me atraía y me declamaba el amor desde ventanas abiertas en una gran ciudad, una urbe de cuerpos y caminos y conversaciones y seducciones, una capital del contacto y la palabrería amorosa, del negocio del corazón, un apéndice entre mujeres y hombres que se desata entre amaneceres azules y besos clandestinos. Justine suelta frases como esta y nos deja pensando otras miradas del amor: "No hay dolor comparable al de amar a una mujer que nos ofrece su cuerpo y, sin embargo, es incapaz de darnos su verdadero ser, porque no sabe dónde está". 
   El Justine y Balthazar de Aurora Bernárdez son buenas traducciones, de ritmo largo y a veces complejo, pero con la elegancia que el erotismo del libro requiere y la sutileza en sus cambios de espacio y tiempo. La obra queda escrita en un español amplio, de léxico abierto pues Durrell era un hombre de muchas palabras. Justine da inicio a la historia, presentando los personajes. Un hijo de las familias reales de Egipto, Nessim Hosnani; un escritor de libros que nunca aparecen mucho en la historia, enamorado de Justine y al tiempo chivo expiatorio de una trama diplomática; un médico, Balthazar, que es cabalísta, cartomántico, filósofo y pensador de las emociones que torturan y dan paz al ser humano; una pintora exquisita, Clea, rubia como las princesas nórdicas, de perfil alejandrino, de tranquilidad artística y amores ocultos; Naruz, el hermano de Nessim, un hombre de campo, fuerte, radical, predecible, alguien que desata furia y encanto; y Mountolive, un diplomático inglés que vive con su madre y aguarda un amor más de media vida sin saber si algún día lo volverá a ver. Esta baraja de personajes y otros más, esperan en la gran cartografía erótica y afectiva que hace Lawrence Durrell de Alejandría en esta gran obra. 

   
   II
   
   Tengo un hermano en España. Encargué las otras dos partes del Cuarteto de Alejandría a él y me las envió con presura y calidad. Son edición de bolsillo de Edhasa, sus portadas están tituladas en una tipografía elegante y de colores tranquilos. La fotografía de Alejandría que hay en cada cubierta le da al libro una presencia clásica y atractiva. Da a entender que una historia fascinante se encierra tras sus tapas, una historia de un tiempo y del amor que siempre hace lo que hace en cada ser.
   Mountolive y Clea son dos libros bien traducidos, mejores que los de Aurora Bernárdez, los cuales a veces pierden al lector en parrafadas empalagosas y complejas. El primero de ellos fue traducido por Santiago Ferrari, quien hizo una genial apropiación del ritmo de la historia y logró un libro que te mantiene tranquilo mientras imaginas lo que sucede, con un lenguaje claro y musical que encaja con los personajes y su carácter, además de darte giros que usualmente no se escuchan en castellano. El segundo y último libro de la tetralogía, Clea, es impecable, me arriesgaría a decir que el mejor de todos los cuatro en versión de lengua castellana. Su traductora es la argentina Matilde Horne, quien fue premiada por este trabajo por el Fondo de las Artes argentino, y a quien se le debe agradecer la aventura literaria que emprendió al traer a la lengua de Cervantes el cierre de esta gran historia. En Clea el lenguaje llena todos los espacios de nuestro corazón mientras leemos, no deja un cabo suelto el ritmo que nos lleva y nos trae sobre las imágenes, y la voz que integra y desintegra esos espectros configurados con precisas palabras, nos deja una tranquilidad, en ocasiones una tristeza y melancolía, y en muchos casos, un dolor de amor: distancias, frustraciones, mentiras, traiciones, despechos. Clea remata con broche de oro el Cuarteto de Alejandría, una obra que nos deja un mapa completo de Alejandría y una historia trazada en el pecho: nunca dejaremos los besos de Justine ni la elegancia de Mountolive, la gracia de Clea ni la sabiduría erógena de Balthazar. 
   

   III
  
  ¿Quién es Lawrence Durrel? Un burgués británico que no quería su tierra. Buscaba la aventura, perderse sobre la redonda Tierra, aclamar el amor, la poesía y la belleza. Empezó a escribir a temprana edad y en la época dorada de los escritores del siglo XX en París, conoció a Henry Miller y su mujer Anaïs Nin, quienes lo introducieron al mundo bohémio y artístico de la ciudad luz. Con Henry Miller, escritor norteamericano propulsor de la revolución sexual de los sesenta con su obra Trópico de Cáncer, entabló una gran amistad que duraría años y de la cual, creo yo, salió su pasión por hacer tetralogías y pentalogías. Miller escribió Sexus, Plexus y Nexus, y Durrell el Cuarteto de Alejandría y El Quinteto de Avignon, un intento en su recta final como escritor por emular el éxito de la tetralogía de la ciudad egipcia que no consiguió sino pocas buenas críticas. La ambición de Durrell lo llevó a fatigar su propio talento y gastarlo en un proyecto sin pies ni cabeza. Aunque a muchos este quinteto de libros les parece genial, para la mayoría fue una obra más llena de ínfulas de que precisiones literarias y hermosos pasajes.
   Lawrence Durrell siempre sintió una fascinación por la cultura egipcia, tal vez un encantamiento por los dioses múltiples, la escritura de geroglíficos, las pirámides, la vida cosmopólitan de Alejandría y sus influencias, cosas que nunca encontró en la cultura británica, tan rica en literatura e historia. No así para Durrell, quien prefirió vivir como un ciudadano del mundo y dar tumbos toda su vida: de Jalhandar, India, al Londres frío anterior a la segunda guerra, luego de Grecia a París, escapó de los nazis por el Cairo, Alejandría y Egipto. Allí lo salvó su cultura y sirvió como agregado de prensa de la embajada del Reino Unido. Luego iría a parar en Córdoba, Argentina, y moriría en Provenza, Francia. De seguro visitó más países. En su vagaje cultural está una experiencia humana más extensa y abierta. Lo que no se sabe de su vida es bastante, y en esas sombras tal vez ande el secreto de su gran obra. No hay que olvidar que amó hasta la saciedad, tuvo cuatro esposas--quién sabe cuántas amantes--y mantuvo contacto permanente con la poesía y otras formas de literatura. Era un apasionado. Por eso tal vez, y solo tal vez, el Cuarteto de Alejandría es la historia de amor más grande del siglo XX.
   
  
       
  

1 comentario:

  1. Appreciation!

    Durrell 2012: The Lawrence Durrell Centenary
    13 - 16 June 2012

    The British Library :: London
    Goodenough College :: London

    http://durrell2012.com/

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