lunes, 10 de septiembre de 2012

Abre a Janela (R.R.V)

Por Chano Castaño



I


   El amor nunca fue para Joe Ballack el centro de su actividad. Escribió a cuenta gotas versos de amor cuando conoció la literatura. La sepultó también el día que percibió que ningún endecasílabo transformaría a la mujer amada en ninfómana activa, porque en verdad, como un hombre de mentalidad fría, de nervios templados y de piel seca por los años de tabaco, Ballack a lo sumo sentía amor al penetrar sobre la cama. En eso era un republicano de venas celestes: sexo reposado en cojines, poses clásicas de progenitor y escasa curiosidad por los orificios del más allá. Pero el tiempo siempre envuelve las certezas más ocultas y las transforma en límites, y Lady Franz, la nueva Lady Franz de costumbres brasileñas, daría un carpetazo en tres días a las viejas mañas heladas de su amado cronista y lo llevaría al éxtasis. Se le trepaba como una loca donde quiera que lo veía; en el baño, en la cocina, en los rincones donde se encuentran las esquinas, en los muebles abiertos como pétalos. Al principio fue como articular una momia, pero con dos corridas de búfalo tuvo el gringo para afinar el tino. No se reconocía. Ahora prefería andar desnudo en el sol que Rio de Janeiro desplegaba por su casa. Sabía que antes del desayuno el banquete estaba servido en tangas. 
   A ritmo furioso escribía el libro. A la revista le tiró las sobras, apenas un abrebocas de lo que sería su publicación en ciernes. Los editores lo insultaron por teléfono, pero cualquiera repele un ataque iracundo cuando se la chupan bajo el escritorio. La inspiración le llegaba con los datos, la reanimación se la daba Lady Franz y la comida pesada del Brasil, en donde sin pudor se sirve frijolada junto a un banano, lo ponía corre que corre de lado a lado. El texto salió del tamiz después de dos meses de analisar las agendas de su amada espía y de figurar recalcitrantes conclusiones, donde quedaba mal parado el actuar político americano de los ochenta a finales de los noventa. Dejando cualquier títere sin cabeza, relajó la suya entre las piernas de su amante durante las siguientes semanas y subió un par de kilos, se acostumbró a los tiroteo ocasionales del Complexo do Alemão y comenzó a tramitar su visado residente. 
   Una noche recibió un correo de Ripamar, el dueño de la República--léase residencia--, donde le advertía que sus maletas todavía estaban en el armario donde las había dejado, le aclaraba que debía pagar el tiempo en que las había dejado allí encerradas así el no hubiera colocado su cuerpo en el catre, y le dejaba claro, con palabras poco elegantes, que no recomendara su posada, a nada ni a nadie. El colombiano también había desaparecido de la República. Ballack lo sabía porque era en verdad el mensajero de Lady Franz, le traía recados, dinero y mensajes de otros personajes con los que la bella espía de la pos-Guerra Fría mantenía negocios. Ballack nunca se preguntó qué tipo de movimientos hacía su mujer, tampoco quiso esculcar mucho el saco que le daba de comer y de beber, y se mantuvo tranquilo y sin hacer ruido. 


 II


   El libro armó un gran revuelo en los Estados Unidos. En las tiendas el mamotreto inmanejable--1890 páginas--tuvo problemas para acomodarse junto a otros futuros best sellers. Su primera edición se agotaba con el ritmo desquiciado que tienen los americanos para comprar, y en menos de un mes tuvo que salir una segunda edición. Para entonces, Ballack ya tenía sentencia de muerte. El gobierno americano lo buscaba a él y a Lady Franz por alta traición a la patria y había colocado precio a su canosa cabeza. Contra la orden se manifestaron librepensadores, libreinformadores y todos los grupos que buscaban apedrear al sistema por cualquier cosa. En verdad fue la mejor campaña publicitaria que pudieron haberle dado a su trabajo, porque con el tiempo no solo se agotaron las muestras de su último libro, sino las existentes de los pasados. La caja registradora sonaba como una botella de champagne. 
   Una mañana Ballack, con su aprendida costumbre de andar desnudo de las ocho al medio día, abría la ventana de la sala principal con esa laxitud que se apropia de los cuerpos en el trópico azulado. Mirando el horizonte respiró el aire de la favela y entonces la detonación le dio una advertencia. Los tiros comenzaron y el gringo se alcanzó a tirar en plancha al suelo como en las películas de acción pero ya era demasiado tarde. El picotazo que sintió en el pescuezo de lagarto que tenía a su edad, lo atravesó como a una sandía de poligono, y la sangre llenó la sala con su espeso andar de río profundo. Luego los militares entraron por la puerta, por el techo, por las ventanas. Buscaron a la mujer pero no la encontraron. Ballack, en su agonía, alcanzó a decir el nombre de Lady Franz y a escuchar que ella no andaba por ahí. 
   El cuerpo del cronista fue incinerado. La operación era secreta y nadie podía enterarse de su muerte. Lo convertirían en mártir y tener otro Luter King, otro Kennedy, era lo que menos le interesaba a los americanos. Por lo menos a los americanos que estaban sentados en la Casa Blanca. Por abrir a janela el periodista de pico de azufre había caído muerto como cualquier traficante de Rio de Janeiro. Lo que nunca sospechó fue lo que se tramó desde un principio a sus espaldas. 
   El colombiano no solo era el amante de Lady Franz, también era su verdadero amor. ¿Qué mujer prefiere un cuerpo flácido y una palabra temblorosa al rígido posar de un jovenzuelo? Habrá excepciones pero acá no importan. La espía escapó junto al colombiano, con el dinero de los libros y una nueva identificación a una isla del norte llamada San Andrés. Vivieron felices allí durante mucho tiempo hasta que una sobredosis de ron le produjo un derrame a la viuda negra del periodismo americano. El magro colombiano, fumando y dejando salir humo de su boca, ya no buscaba los río en el desierto. Siempre quiso tener el mar en frente. Y lo había logrado a sangre y fuego. Ya nada importa. Solo el atardecer en que en tercera persona escribió estas palabras y cesó su pistola de babas y letras para despejarse frente al atardecer, y ver al sol ocultarse, una vez más, en las fauces dispersas de un océano que siempre calla sus mejores secretos. 

   

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