domingo, 23 de septiembre de 2012

Reflexiones sobre poesía grotesca


   Por Chano Castaño 




   No estoy lo suficientemente depravado. Me falta algo de suciedad en las bisagras que promueven mis pensamientos grotescos. Quiero ser un agobiado que busca imágenes compactas y explicaciones que agilicen mi lógica violenta. Hay días que le quiero partir la cara a todo el mundo, a mis rencores principalmente, pero nada está dicho en cuanto a eso. Prefiero callar. Muchas furias me las trago con el hígado, y no me refiero a que me las beba en garrafas de vino, sino a todo lo contrario: las destilo adentro, en mis tripas, y con al veneno que surja me intoxico. La cabeza me pesa, está llena de sangre. Luego tomo aire como si me estuviera ahogando, me tranquilizo y sigo caminando. En cualquier momento volverá la violencia, una ráfaga oscura en la que justifico muchos de mis métodos. Las ganas de sangre son la metodología secreta de mi vida. 
   Claro que no busco ser percibido como un alfeñique. Tampoco soy un asesino ni un violador. Detesto mirar cuerpos desnudos porque sí, ademas de tener un control absoluto de mis apetitos sexuales. Simplemente soy depravado, un enfermo de la mirada, me gusta condenar la ridiculez y reflexionar lo enfermo que me hace sentir vivo, eso que muchos otros rechazan porque solo pueden con lo impoluto, con lo perfecto y afinado. Yo desprecio la perfección. La desprecio lentamente, primero admirándola, luego entendiéndola hasta su límite—tal vez ese límite en verdad es mío—y al final me arrincono en su antípoda, me aferro al caos y abro mi vértigo a los abismos que vengan. Con el tiempo nada me sorprende. Con el tiempo vas desapareciendo al ritmo que vas creciendo. Algo desaparece y algo queda. Tu esencia al final es importante. Aunque puedas olvidarla de un plumazo de senilidad. 
   La depravación que es poesía es aún más bella y trágica que la poesía que contiene esplendor y limpieza. Y no me refiero a los opiáceos versos del siglo XIX, que en buenas dosis nadie puede negar que son los mejores paliativos, sino a la poesía que contiene un dolor de carne y de alma, puro abatimiento, que te revienta los huesos de un martillazo, que te aguijonea el pescuezo con un collar de alambres y puntillas. Esa poesía desgarradora que se lleva una parte de ti, que roba tu espíritu y lo pierde entre espesos bosques de color violeta, es la que agranda la sensación poética sobre la Tierra. O sobre nuestra vida, mejor dicho, porque nadie entiende, en muchas ocasiones, que la poesía no solamente está escrita: es la vida, así de simple: la vida es poesía deforme.
Alguna vez alguien me dijo que la poesía es solidaria, que dentro de sus tolerantes fauces, cabía el repudio y la traición, la locura y el dopaje. Los versos no juzgan a quien los escribe, en verdad son su máscara, es el artilugio con que se presenta al carnaval que es su propia existencia. Que baile o no, eso es problema de él y de cada poeta. Aunque a decir verdad los poetas están casi extintos, o bueno, los poetas como se conocieron hasta el siglo XX. La lectura pasó a ser mera adquisición, nada de placer y deleite, como todas las cosas que nos rodean ahora. Ya nadie declama versos a no ser que su oficio se lo dictamine. Qué grotesco, pero qué bello. La literatura cada vez es menos ella, es otra cosa más imperforable por sus propias palabras. Se blinda contra sus métodos y se abre al mundo de la desconfiguración y la ansiedad. Desnuda y retorcida. Pervertida y obsesiva. 

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